Un hombre, que se llama Amando, nacido en un pueblo que se llama Salitre, en la costa del Ecuador, me regaló la historia de su abuelo.
Los tataranietos se turnaban haciéndole la guardia. En la puerta le había puesto candado y cadena. Don Segundo Hidalgo decía que de ahí le venían los achaques:
-Tengo reuma de gato castrado -se quejaba.
A los cien años cumplidos, don Segundo aprovechaba cualquier descuido, montaba en pelo y se escapaba a buscar novias por ahí. Nadie sabía tanto de mujeres y de caballos. Él había poblado esa aldea de Salitre, y la comarca, y la región, desde que fue padre por primera vez, a los trece años.
El abuelo confesaba trescientas mujeres, aunque todo el mundo sabía que habían sido más de cuatrocientas. Pero una, una que se llamaba Blanquita, había sido la más mujer de todas.
Hacía treinta años que había muerto Blanquita, y él la convocaba todavía, a la hora del crepúsculo. Amando, el nieto, el que me regaló esta historia, se escondía y espiaba la ceremonia secreta. En el balcón, iluminado por la última luz, el abuelo abría una talquera de otros tiempos, una caja redonda de aquellas con ángeles rosaditos en la tapa, y se llevaba el algodón a la nariz:
-Creo que te conozco -murmuraba, aspirando el leve perfume de aquel polvo-. Creo que te conozco.
Y muy suavemente se balanceaba, dormitando murmullos en la mecedora.
Al atardecer de cada día, el abuelo cumplía su homenaje a la más amada. Y una vez por semana, la traicionaba. Le era infiel con una gorda que cocinaba recetas complicadísimas en la televisión. El abuelo, dueño del primer y único televisor del pueblo de Salitre, jamás se perdía ese programa. Se bañaba y se afeitaba y se vestía de punta en blanco, como para una fiesta, el mejor sombrero, los botines de charol, el chaleco de botones dorados, la corbata de seda, y se sentaba bien pegado a la pantalla. Mientras la gorda batía sus cremas y alzaba el cucharón, explicando las claves de algún sabor único, exclusivo, incomparable, el abuelo le hacía guiñadas y le lanzaba furtivos besos. La libreta de ahorros del banco asomaba en el bolsillo de arriba del traje. El abuelo ponía la libreta, así, insinuadita, como al descuido, para que la gorda viera que él no era un pobre pelagatos.
Los tataranietos se turnaban haciéndole la guardia. En la puerta le había puesto candado y cadena. Don Segundo Hidalgo decía que de ahí le venían los achaques:
-Tengo reuma de gato castrado -se quejaba.
A los cien años cumplidos, don Segundo aprovechaba cualquier descuido, montaba en pelo y se escapaba a buscar novias por ahí. Nadie sabía tanto de mujeres y de caballos. Él había poblado esa aldea de Salitre, y la comarca, y la región, desde que fue padre por primera vez, a los trece años.
El abuelo confesaba trescientas mujeres, aunque todo el mundo sabía que habían sido más de cuatrocientas. Pero una, una que se llamaba Blanquita, había sido la más mujer de todas.
Hacía treinta años que había muerto Blanquita, y él la convocaba todavía, a la hora del crepúsculo. Amando, el nieto, el que me regaló esta historia, se escondía y espiaba la ceremonia secreta. En el balcón, iluminado por la última luz, el abuelo abría una talquera de otros tiempos, una caja redonda de aquellas con ángeles rosaditos en la tapa, y se llevaba el algodón a la nariz:
-Creo que te conozco -murmuraba, aspirando el leve perfume de aquel polvo-. Creo que te conozco.
Y muy suavemente se balanceaba, dormitando murmullos en la mecedora.
Al atardecer de cada día, el abuelo cumplía su homenaje a la más amada. Y una vez por semana, la traicionaba. Le era infiel con una gorda que cocinaba recetas complicadísimas en la televisión. El abuelo, dueño del primer y único televisor del pueblo de Salitre, jamás se perdía ese programa. Se bañaba y se afeitaba y se vestía de punta en blanco, como para una fiesta, el mejor sombrero, los botines de charol, el chaleco de botones dorados, la corbata de seda, y se sentaba bien pegado a la pantalla. Mientras la gorda batía sus cremas y alzaba el cucharón, explicando las claves de algún sabor único, exclusivo, incomparable, el abuelo le hacía guiñadas y le lanzaba furtivos besos. La libreta de ahorros del banco asomaba en el bolsillo de arriba del traje. El abuelo ponía la libreta, así, insinuadita, como al descuido, para que la gorda viera que él no era un pobre pelagatos.
Eduardo Galeano,
(escritor uruguayo).
Para vos, Nico, que siempre me hablas de tu abuelo. Nos veremos pronto.
muy lindo textoo
ResponderEliminarvi este blog escrito en un tacho de basura en la boca y aqui estoy.