ISABEL.- Es que usted no puede imaginar todo lo que es Mauricio para mí. Es más que el amor, es la vida entera. El día que le conocí estaba tan desesperada que me habría dejado morir en un rincón como un perro con frío. Él pasó junto a mí con un ramo de rosas y una palabra; aquella palabra sola me devolvió de golpe todo lo que creía perdido. En aquel momento comprendí desde dentro que iba a ser suya para siempre, aunque fuera de lejos, aunque él no volviera a mirarme nunca más. ¡Y aquí me tiene, atada a su carro, pero feliz porque es suyo!
ABUELA.- ¿Tan loca estás, hija?
ISABEL.- Si la locura es eso, bendita sea la locura. Benditos los ojos que me miran aunque no me vean. Bendita su mano en mi cintura aunque no sea más que un sueño. Escuche, abuela... (Se arrodilla a su lado.) El otro día me preguntaba usted por qué no quería hablar otro idioma que el de Mauricio. ¿Comprende ahora por qué? Un idioma no son las palabras, son las cosas, es la vida misma. Cuando yo era niña, mi madre me decía "querida"; era una palabra. Cuando iba a la escuela, la maestra me decía "querida"; era otra palabra. Pero la primera vez que Mauricio, sin voz casi, me dijo "¡querida!", aquello ya no era una palabra: era una cosa viva que se abrazaba a las entrañas y hacía temblar las rodillas. Era como si fuera el primer día del mundo y nunca se hubiera querido nadie antes que nosotros. Por la noche no podía dormir. "¡Querida, querida, querida...! Allí estaba la palabra viva rebotándome en los oídos, en la almohada, en la sangre. ¡Qué importa ahora que Mauricio no me mire si él me llena los ojos! ¡Qué me importa que el ramo de rosas siga diciendo "mañana" si él me dio fuerzas para esperarlo todo! Si no hace falta que nos quieran..., ¡si basta querer para ser feliz, abuela, feliz, feliz...!
Alejandro Casona
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