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... Tenían todo lo necesario. Dos dagas consagradas, dos palomas blancas, dos incensarios cargados con aceites especiales, velas rojas, un cuenco de mármol negro, y mucha excitación. El momento supremo se acercaba.
... Su padre no estaba en la casa. Por suerte, ya que la prueba final la debían realizar exactamente a la medianoche, a cielo abierto, y no sabían qué tan ruidosa podía llegar a ser. Les había costado bastante (al fin y al cabo, cualquier padre quiere estar con sus hijos en su cumpleaños, sobre todo si cumplen dieciocho años), pero lograron que fuera a la reunión de la iglesia, a la ceremonia nocturna en memoria de uno de los vecinos más queridos de la localidad.
... Llegada la hora propicia, se acomodaron bajo el árbol, en la seguridad de la penumbra que los ocultaba de la vista de cualquiera que pudiera llegar a pasar por allí, pero también de la Luna, ese Ojo que todo lo ve. Su luz era inconveniente, perjudicial para el rito, que necesitaba llamar a las Sombras para poder acceder a ellas.
... Comenzaron invocando a los Dioses Menores, perversos y sanguinarios, para congraciarse con ellos y que los protejan en caso de que algo fallara. Luego fue el turno de los Dioses Mayores, puros seres de luz y sabiduría, pero también amos de la Oscuridad y del Vacío Externo. Hacia ellos iba dirigido el pedido para obtener el Conocimiento Absoluto, ya que ellos determinaban quién era digno de alcanzarlo y quién no.
... Mientras elevaban sus cantos en extrañas lenguas largo tiempo olvidadas por el hombre, se dispusieron a mezclar la sangre de las palomas con la suya propia, pero se dieron cuenta de que algo andaba mal. De algo se habían olvidado, ya que la Luna, que se suponía debía estar oculta, los estaba observando, plena en su redondez.
... Y roja como la sangre.