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... -Qué raros son ustedes, los escritores. Vamos, dígame qué he hecho de malo, o qué he dejado de hacer. ¿En qué depende de mí el placer que obtengo o puedo obtener de su obra?
... -Depende de usted, muchísimo. Yo ahora le pregunto: Si lo tomara en este tranvía, ¿le agradaría el desayuno? Pongamos otro ejemplo, supongamos un fonógrafo tan perfecto que pudiera transmitir una ópera entera: canto, orquestación y todo lo demás; ¿cree usted que le procuraría un gran placer si la oyera en la oficina, durante sus horas de trabajo? ¿Le importaría de verdad la Serenata de Schubert oyéndola por la mañana, en ferryboat, interpretada por un intempestivo violinista italiano? ¿Está usted siempre dispuesto a admirar, sean cuales fueren las circunstancias? ¿Es que su ánimo responde siempre a cualquier estímulo? Permítame recordarle que el cuento que usted me ha hecho el honor de comenzar esta mañana, como un medio de olvidar la incomodidad de este vehículo, es una historia de fantasmas.
... -¿Y qué?
... -¿Y es que el lector no tiene los deberes de sus privilegios? Usted ha pagado cinco céntimos por el periódico. Es suyo. Tiene el derecho de leerlo donde y cuando quiera. A mucho de lo que éste contiene no lo ayuda ni daña el tiempo, ni el ligar, ni su estado de ánimo; algunas de sus noticias requieren ser leídas de inmediato, antes de que pierdan vigencia. Pero mi cuento tiene otro carácter. No encontrará en él las "últimas noticias del país de los fantasmas"; no se espera de usted que esté au courant de lo que sucede en el reino de los espectros. Mi cuento habrá de mantener su vigencia siempre que usted disponga del ocio necesario para ponerse en un estado de ánimo propicio al sentimiento que en él se expresa, y me atrevo a decir que no logrará ese estado de ánimo en un tranvía, aunque sea el único pasajero. No sería esa la soledad que requiere su lectura. Un escritor tiene derechos que el lector está obligado a respetar.
... -¿Por ejemplo?
... -El derecho a la total atención del lector. Negársela es inmoral. Obligarlo a compartirla con el traqueteo del tranvía, con el fluctuante panorama de la muchedumbre por las aceras y los edificios detrás (con cualquiera de las innumerables distracciones que constituyen el medio habitual que nos rodea) es tratarlo con grosera injusticia. ¡Es infame, por Dios!
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... -Qué raros son ustedes, los escritores. Vamos, dígame qué he hecho de malo, o qué he dejado de hacer. ¿En qué depende de mí el placer que obtengo o puedo obtener de su obra?
... -Depende de usted, muchísimo. Yo ahora le pregunto: Si lo tomara en este tranvía, ¿le agradaría el desayuno? Pongamos otro ejemplo, supongamos un fonógrafo tan perfecto que pudiera transmitir una ópera entera: canto, orquestación y todo lo demás; ¿cree usted que le procuraría un gran placer si la oyera en la oficina, durante sus horas de trabajo? ¿Le importaría de verdad la Serenata de Schubert oyéndola por la mañana, en ferryboat, interpretada por un intempestivo violinista italiano? ¿Está usted siempre dispuesto a admirar, sean cuales fueren las circunstancias? ¿Es que su ánimo responde siempre a cualquier estímulo? Permítame recordarle que el cuento que usted me ha hecho el honor de comenzar esta mañana, como un medio de olvidar la incomodidad de este vehículo, es una historia de fantasmas.
... -¿Y qué?
... -¿Y es que el lector no tiene los deberes de sus privilegios? Usted ha pagado cinco céntimos por el periódico. Es suyo. Tiene el derecho de leerlo donde y cuando quiera. A mucho de lo que éste contiene no lo ayuda ni daña el tiempo, ni el ligar, ni su estado de ánimo; algunas de sus noticias requieren ser leídas de inmediato, antes de que pierdan vigencia. Pero mi cuento tiene otro carácter. No encontrará en él las "últimas noticias del país de los fantasmas"; no se espera de usted que esté au courant de lo que sucede en el reino de los espectros. Mi cuento habrá de mantener su vigencia siempre que usted disponga del ocio necesario para ponerse en un estado de ánimo propicio al sentimiento que en él se expresa, y me atrevo a decir que no logrará ese estado de ánimo en un tranvía, aunque sea el único pasajero. No sería esa la soledad que requiere su lectura. Un escritor tiene derechos que el lector está obligado a respetar.
... -¿Por ejemplo?
... -El derecho a la total atención del lector. Negársela es inmoral. Obligarlo a compartirla con el traqueteo del tranvía, con el fluctuante panorama de la muchedumbre por las aceras y los edificios detrás (con cualquiera de las innumerables distracciones que constituyen el medio habitual que nos rodea) es tratarlo con grosera injusticia. ¡Es infame, por Dios!
(Ambrose Bierce, 1891)
Bueno, quise cambiarte el color de los puntitos y por alguna razón extraña, se cambió todo el color de la entrada y quedaron algunas palabras en violeta. Y tampoco me cambió los puntitos a los colores que yo quería...
ResponderEliminarJajajajajajaa, y yo que creí que era un comentario sobre lo que había publicado...
ResponderEliminarEs un comentario sobre lo que publicaste. No comenté sobre los apuntes de Latín, sino sobre el formato de tu publicación.
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