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... Después de lo que hizo el tonto de Hugo, justo al día siguiente, descubrió debajo del peral una hoja tímida. Solanácea intrusa. Yuyo, hierba mora. Estuvo a punto de arrancarla pero algo lo detuvo. Alzó la mirada hacia las ramas oscuras del árbol y volvió a la casa. Desde entonces, todas las mañanas, daba un largo paseo por el jardín. Alguien tenía que ocuparse de las plantas de Hugo. Hablarles, como él lo hacía; regarlas si era necesario, acariciarlas y hacerles ver que uno estaba allí, que a falta de la presencia de Hugo había otra presencia. El paseo comenzaba frente a los esbeltos tallos de las Kentias Forsterianas, continuaba junto a las rizadas superficies de las Scolopendrium Vulgaris, hacía un alto prolongado frente a las hojas relucientes del Ficus Pandurata. Todas las plantas parecían aceptarlo; devolvían rumorosamente las palabras apenas murmuradas; fingían quizás no darse cuenta de que él no era Hugo, aunque se diferenciaban tanto, aunque Hugo era distinto y no tenía casi nunca ganas de reír ni de divertirse y se entretenía en el jardín, todo el día en el jardín, hasta que llegaba la noche y entonces sí, todo cambiaba, recibían a los amigos o se iban al teatro o al cine y después estaban juntos y pensaban que no había nada mejor, los dos para siempre y todas esas cosas. Sí, las plantas disimulaban o se resignaban. Menos la insolente que crecía debajo del peral, sin que nadie la hubiera sembrado, echando cada día un brote nuevo, replegándose cuando él estiraba la mano amenazante y volviéndose a expandir cuando se alejaba, indeciso, volviéndose dos o tres veces, anatematizándola con miradas criminales pero sin atreverse a arrancarla. Alguna vez pensó en lo que Hugo hubiera hecho con ella, pero nada podía deducirse. Hugo estaba tan cambiado en los últimos tiempos y él se sentía culpable, culpable por algo concreto, claro que sí, un desapego creciente y las fugas en el Peugeot de Gustavo hacia las playas y las noches bullangueras y escandalosas en algún party sin Hugo, con los demás, con los disfraces y la música y la risa y la vida y después el regreso y los silencios de Hugo, sus miradas tristonas, sus mudos reproches, su estúpida manera de quedarse callado con la asquerosa cursilería del primer movimiento de la Patética de Tchaikowsky y lágrimas en los ojos. Después pasó lo que pasó, y Hugo ya no estaba pero estaba el jardín, las plantas que él había cuidado tanto, con tanto amor cotidiano, gota a gota, sin desfallecimientos, con la misma perruna fidelidad que tenía en el amor y en todas las cosas. Las plantas parecían aceptar el reemplazo: él en lugar de Hugo. Salió como todos los días, preparó la manguera y los paquetes de abono. Estaba nublado. El primer indicio de guerra lo tuvo cuando lo rasguñaron las puntas afiladas del Phoenix Canariensis, el segundo cuando el habitualmente tierno Scindapsus Aureus mostró una extraordinaria aspereza, el tercero al ver que el Philodendrum Erubescens había decidido marchitarse y morir sin previo aviso.
... Fue entonces cuando buscó el cuchillo, decidido a asesinar de una vez a la intrusa que crecía solapadamente debajo del peral. Avanzó a pasos firmes, arrancó en el camino algunos inocentes brotes recién nacidos. Se detuvo finalmente debajo del peral. Del peral de Hugo. Hugo. El jardín de Hugo, las plantas de Hugo, Hugo por todas partes. Con el cuchillo empezó a excavar alrededor de la planta rebelde, maldita, instigadora de conspiraciones vegetales, Circe, yuyo de porquería. Cuando la tierra estuvo suficientemente removida, tomó las hojas con firmeza y tiró. La planta salió de raíz y dando un grito espantoso. Un grito de ultratumba. La raíz tenía exactamente la forma del blanco cuerpo de Hugo, pálido y azulado y desnudo, con el rostro abotagado y los miembros laxos, tal como lo viera aquella noche, ahorcadito a la luz de la luna, colgando de una rama del peral, con alguna gota de esperma pendiente todavía, lista para caer donde ya habían caído otras, en ese lugar donde crecería luego la mandrágora.
Eduardo Gudiño Kieffer: Fabulario, 1969.
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