lunes, 24 de diciembre de 2012

Los crímenes del espectador: Golaud debe morir

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... En el primer intervalo me presenté en el camarín de Golaud y le dije con toda amabilidad:
... -Señor, le ruego que me escuche. Todos los espectadores estamos en favor de Peleas y Melisenda. Usted sabe mejor que yo que esos dos jóvenes han nacido el uno para el otro. Pero usted se interpone, los obliga a amarse a escondidas, los condena a un destino miserable. Al final morirán. ¿Y usted qué gana? La viudez y nuestras maldiciones.
... El imbécil balbuceó:
... -No comprendo.
... Le hablé como a un niño caprichoso:
... -No comprende. Sin embargo es fácil. Le pido que renuncie a ese abominable papel que le han asignado. ¿No percibe el vaho de odio que su presencia provoca en el público? Lo detestamos, señor, convénzase. Y amamos y compadecemos a Peleas y Melisenda. Las mujeres hasta lloran. En cuanto a sus compañeros, disimulan porque son buenos actores, pero es evidente que su madre Genoveva y el viejo Arkel desaprueban su conducta y que el pequeño Yniold le tiene miedo. Además, obligarlo a espiar, ¡qué canallada! Resumiendo: usted es el objeto de la animadversión general. ¿No preferiría, siquiera una noche, suscitar nuestro agradecimiento, toda nuestra simpatía? ¿No le gustaría, confiéselo, ver a Peleas y Melisenda cantar a pleno pulmón un dúo de amor mientras el viejo Arkel los bendice?
... Se puso de pie. Creo que temblaba.
... -Pero, ¿qué es lo que quiere de mí?
... Lo miré fijo.
... -En el próximo acto adelántese de pronto hacia las candilejas y dígale al director: "Pare la música". Imagínese la conmoción. Entonces, en ese silencio, hable. "Señoras y señores, sé que todos deseáis que Peleas y Melisenda sean felices. ¿El obstáculo soy yo? Pues bien, me hago a un lado. Adiós". Y sombrío y taciturno, pálido, envuelto en una capa negra, monte a caballo y entre el resplandor de las antorchas parta hacia la guerra, donde se dejará matar. Le prometo que sabremos apreciar su sacrificio. Lo aplaudiremos estruendosamente. Cinco o seis salidas a escena abierta. Y después que usted se haya ido, Peleas y Melisenda podrán, por fin, acostarse juntos. No los prive, siquiera una vez, de esa felicidad. No nos prive a nosotros de la satisfacción de levantarnos de nuestras butacas, no con lágrimas en los ojos, sino con una sonrisa en los labios. ¿Qué quiero de usted? Ya ve. Poca cosa. Un mutis a tiempo. En las próximas funciones podrá seguir representando su papel hasta el final, si tanto le gusta. Pero esta noche, se lo pido sólo por esta noche, váyase.
... Intentó dar un paso hacia la puerta. Yo se lo impedí.
... -Escuche, me hago cargo de sus objeciones. No acepta ser cornudo consciente. Es una razón respetabilísima. Pero considere que durante muchos años, en todos los teatros del mundo, usted demostró ser un marido puntilloso, celoso de su honor. ¿Cuántas veces mató ya a Peleas? Miles. Su reputación está a salvo. Conocemos de sobra su carácter. De manera que si en esta única función se muestra dispuesto a ceder, nadie lo acusará de complaciente. Al contrario. Entenderemos que es una tregua que nos concede a todos,  Peleas, a Melisenda, al público, a usted mismo. Un respiro, una pausa en esta historia desdichada, una cortesía. Mañana volverá a cumplir escrupulosamente sus deberes de marido. Y cuando de nuevo mate a Peleas, cuando otra vez arrastre a la pobre Melisenda a la desesperación y a la muerte, los espectadores, recordando lo de esta noche, comprenderán que usted en el fondo no quiere hacer mal a nadie, pero que se ve extorsionado, por un texto implacable, a representar este papel antipático. Ya nadie lo aborrecerá. Todo habrá cambiado. Lo miraremos con secreta piedad. Hasta es posible que las mujeres, enternecidas, también lloren por usted. ¿Qué me responde?
... El infeliz se sentó frente al espejo y empezó a retocarse el maquillaje.
... -Usted está loco -masculló-. Yo debo atenerme al libreto.
... Lo miré más de cerca y de golpe comprendí. No era sólo Golaud. Era también el barón Scarpia, Yago, Hagen, el conde de Luna, Giovanni Malatesta. Era el mismo incordio que en todas las obras se opone a los amores de los jóvenes y les arruina la felicidad. No, no lo convencería. Y aunque consiguiese esta noche apartarlo de Peleas y Melisenda reaparecería mañana junto a Tosca, a Desdémona, a Sigfrido, al Trovador y a la patética Francesca da Rímini. Debía eliminarlo de una vez y para siempre. Rápidamente, silenciosamente le clavé un puñal entre los omóplatos y me escabullí del camarín.
... Cuando, ya sentado en mi luneta, esperaba que el telón se levantase y que Peleas y Melisenda, libres de Golaud, cantasen la apoteosis de su amor, un hombre vestido de negro apareció en el escenario y anunció que la función se suspendía por enfermedad del barítono. Es inútil. La nefasta ralea de los Golaud siempre se sale con la suya.

Marco Denevi: Parque de Diversiones, 1970.

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