domingo, 12 de junio de 2011

Y sentirás el silencio cuando me haya ido

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... Sí, se lo había dicho varias veces, pero nunca en serio. Era una de esas amenazas que tanto el que las profiere como el que las recibe saben que no se cumplirán, pero así y todo se emiten con tono de ultimatum.

... Ahora soy más libre, sí; eso lo reconozco. Desde que no está, desde que se fue (todavía me cuesta admitirlo, me cuesta decirlo con las palabras correctas) puedo hacer lo que quiera, lo que tenga ganas, todo lo que antes no podía porque él me lo impedía. Supuestamente me limitaba por mi bien, para que mi vida fuera más ordenada, prolija y rutinaria, para evitarme problemas. Pero yo quería problemas, quería tener emociones y no una vida gris y repetitiva. Quería respirar a mis anchas, correr libre y sin preocupaciones. Él lo entendía, sí; aunque fuera inquebrantable en su posición lo entendía; por eso, cada tanto, me otorgaba unos momentos de libertad, me liberaba de sus cadenas y me permitía olvidarme de todo, pero eran eso, momentos, demasiado breves para ser suficiente. Yo le insistía, le rogaba por más, pero él no, que ya era suficiente, que por ahora no me podía dar más, que espere.
... Eso: que espere, como si yo tuviera una paciencia infinita. Me sentaba a mirar el reloj; las agujas se movían lentamente, el tiempo transcurría poco a poco, y parecía que él me lo hacía a propósito, que gozaba haciéndome esperar, porque sabía que el tiempo transcurría lento cuando me sentaba a esperar.
... Así que tuve que hacerlo. Tuve que asesinarlo. Fue una experiencia extraña: un golpe y listo, quedó en el piso, inmóvil, silencioso. Por el cuerpo sentí como una corriente eléctrica, como una descarga chispeante cuando me liberé de él definitivamente. Y luego la felicidad, la incertidumbre de no saber en cuánto tiempo me descubrirían (porque tenían que descubrirme), pero ya no importaba: el tiempo ya no me importaba; las horas no significaban nada para mí ahora que era libre y podía hacer todo lo que siempre quise pero que él no me dejaba.
... Y vaya si hice. Hice de todo y más. Hice cosas que ni me imaginaba que podía hacer. Al principio estaba feliz, eufórico: iba de un lugar a otro, cerca, lejos, no me importaba lo que tardara, ni miraba el reloj porque... ¿de qué servía? ¿De qué servía, si ya no representaba nada? Cuando lo asesiné, el tiempo dejó de importar, dejó de ser algo relevante, y entonces todas sus representaciones se volvieron obsoletas. Tenía todo el tiempo que quería y más, y él ya no me dominaba. Pero poco a poco el tedio se fue apoderando de mí, nada me satisfacía, nada me motivaba. El tener todo a mi alcance fue desgastando ese sentimiento de placer que me producían los pocos y breves momentos de libertad que él me otorgaba cada tanto. Así que empecé a detestar el haberlo matado. Incluso intenté que volviera a ser todo como antes, cuando él corría libre, cuando corría a su ritmo constante y previsible. Quise revivirlo para poder escapar de esta monotonía que llena mi vida, para volver a tener una existencia rutinaria como la que llevaba antes, cuando era más feliz. Intenté arreglarlo (de hecho, había guardado todos sus pedazos) pero no pude hacer nada. Quedé preso en la atemporalidad; nunca tuve talento para la relojería.

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