sábado, 10 de septiembre de 2011

Cujo (Fragmento)

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... La mañana del lunes amaneció envuelta en sombras de perla y gris oscuro; la niebla era tan espesa que Brett Camber no podía ver el roble del patio lateral desde su ventana, y eso que el roble se encontraba apenas a treinta metros de distancia.
... La casa aún estaba durmiendo a su alrededor, pero en él ya no quedaba sueño. Se iba de viaje y todo su ser vibraba con la noticia. Su madre y él solos. Sería un buen viaje, lo presentía, y, en lo más hondo de su ser, se alegraba de que su padre no les acompañara. Tendría la libertad de ser él mismo; ni siquiera tendría que intentar vivir en consonancia con aquel misterioso ideal de virilidad que le constaba había alcanzado su padre, pero que él ni siquiera había logrado empezar a comprender. Se sentía bien... increíblemente bien e increíblemente vivo. Le daba lástima cualquier persona del mundo que no fuera a emprender un viaje en aquella bonita y brumosa mañana que se convertiría en otro día de bochorno en cuanto se disipara la niebla. Tenía previsto acomodarse en un asiento de ventanilla del autocar y contemplar todos los kilómetros del viaje desde la terminal de los Greyhound en Spring Street hasta llegar a Stratford. Había tardado mucho en poder conciliar el sueño la noche anterior y ahora aquí estaba, cuando aún no habían dado las cinco... pero, si se quedara más tiempo en la cama, estallaría o algo por el estilo.
... Moviéndose con todo el sigilo que le fue posible, se puso los vaqueros, su camiseta de los Cougars de Castle Rock, un par de calcetines blancos deportivos y los Keds. Descendió a la planta baja y se preparó una escudilla de Cocoa Bears. Trató de comer en silencio, pero estaba seguro de que el crujido de los cereales que escuchaba en su cabeza debía oírse en toda la casa. Oyó que, en el piso de arriba, su papá roncaba y se revolvía en la cama de matrimonio que compartía con su mamá. Los muelles chirriaron. Las mandíbulas de Brett se quedaron inmóviles. Tras pensarlo un momento, se llevó la segunda escudilla de Cocoa Bears al porche de atrás, procurando que la puerta de la mampara no se cerrara de golpe.
... Los aromas estivales de todas las cosas estaban muy difuminados en la densa bruma, y el aire ya estaba tibio. Hacia el este, justo por encima de la leve sombra correspondiente al cinturón de pinos situado al final de los pastizales del este, pudo ver el sol. Era tan pequeño y plateado como la luna llena cuando está muy alta en el cielo. Incluso ahora la humedad era una cosa densa, pesada y silenciosa. La niebla desaparecería hacia las ocho o las nueve, pero la humedad persistiría.
... Pero, de momento, lo que Brett veía era un mundo blanco y recóndito de cuyas secretas alegrías se sentía lleno: el intenso olor del heno que estaría listo para la primera siega dentro de una semana, el del estiércol y el perfume de las rosas de su madre. Podía percibir incluso débilmente el aroma de las triunfantes madreselvas de Gary Pervier que estaban sepultando lentamente la valla que señalaba el término de su propiedad... sepultándola en una maraña de empalagosas y voraces enredaderas.
... Apartó a un lado la escudilla de los cereales y se encaminó en dirección al lugar en que sabía que se hallaba el establo. Al llegar al centro del patio, miró por encima del hombro y vio que la casa se había convertido en poco más que una brumosa silueta. Unos pasos más y la niebla se la tragó. Estaba solo en medio de aquella blancura y únicamente el diminuto sol plateado le estaba mirando. Aspiraba el olor del polvo, la humedad, las madreselvas y las rosas.
... Y entonces empezaron los gruñidos.
... El corazón le subió a la garganta y él retrocedió un paso al tiempo que sus músculos se ponían en tensión como rollos de alambre. Su primer pensamiento de terror, como si fuera un niño que de repente hubiera caído en un cuento de hadas, fue el del lobo, induciéndole a mirar con angustia a su alrededor. No podía ver otra cosa más que blancura.
... Cujo emergió de entre la niebla.
... La garganta de Brett empezó a emitir un gemido. El perro con el que había crecido, el perro que había tirado pacientemente de un chillón y jubiloso Brett de cinco años una y otra vez por el patio en su Volador Flexible, enganchado a unas guarniciones que Joe había construido en su taller, el perro que había estado esperando tranquilamente junto al buzón de la correspondencia todas las tardes del curso escolar la llegada del autobús, tanto si llovía como si lucía el sol... aquel perro sólo mostraba una semejanza muy vaga con la opaca y apagada aparición que estaba surgiendo por entre la niebla matutina. Los grandes y tristes ojos del San Bernardo estaban ahora enrojecidos, estúpidos y ceñudos: eran más los ojos de un cerdo que los de un perro. Su pelaje estaba manchado de barro pardo-verdoso, como si se hubiera estado revolcando en la ciénaga que había al final del prado. Tenía el hocico arrugado hacia atrás en una terrible y falsa sonrisa que dejó a Brett congelado de horror. Brett notó que el corazón se le deslizaba garganta abajo.
... Una espesa espuma blanca escapaba poco a poco entre los dientes de Cujo.
... -¿Cujo? -murmuró Brett-. ¿Cujillo?
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... Cujo miró al NIÑO ya sin reconocerle, ni por su aspecto, ni los tonos de sus prendas de vestir (no podía ver exactamente los colores, por lo menos tal y como los seres humanos los perciben) ni su olor. Lo que estaba viendo era un monstruo de dos patas. Cujo estaba enfermo y ahora todas las cosas le parecían monstruosas. En su cabeza resonaban torpemente los instintos asesinos. Quería morder, rasgar y desgarrar. Una parte de su ser vio una brumosa imagen de sí mismo abalanzándose sobre el NIÑO, derribándole, arrancando la carne de los huesos, bebiendo una sangre que todavía pulsaba, bombeada por un corazón moribundo.
... Entonces la figura monstruosa habló y Cujo reconoció su voz. Era el NIÑO, el NIÑO, y el NIÑO jamás le había causado ningún daño. En otros tiempos había querido al NIÑO y hubiera muerto por él en caso necesario. Le quedaba todavía la suficiente cantidad de este sentimiento como para mantener a raya los instintos asesinos hasta dejarlos convertidos en algo tan confuso como la niebla que les rodeaba. los instintos se dispersaron y se perdieron en el estruendoso murmullo del río de su enfermedad.
... -¿Cujo? ¿Qué te pasa, chico?
... Lo último que quedaba del perro que había sido antes de que el murciélago le mordiera el hocico se alejó, y el perro enfermo y peligroso, transformado por última vez, se vio obligado a alejarse con él. Cujo se retiró a trompicones y se adentró en la niebla. La espuma cayó desde su hocico a la tierra. Echó a correr trabajosamente, en la esperanza de dejar atrás la enfermedad, pero ésta le acompañó en su carrera, rugiendo y gimiendo, llenándole de dolorosos impulsos de odio y muerte. Empezó a revolcarse por entre la alta hierba, arrojándose contra la misma con los ojos en blanco.
... El mundo era un absurdo mar de olores. Localizaría el origen de cada uno de ellos y lo destrozaría.
... Cujo empezó a gruñir de nuevo. Se encontró las patas. Fue adentrándose cada vez más en la niebla que estaba ahora empezando a disiparse, un perro enorme que pesaba algo menos de cien kilos.


(Stephen king: Cujo, 1981)

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