Un escalofrío le atravesaba el cuerpo cada vez que lo veía, un estremecimiento insoportable, dulce y efímero. Quería verlo mil veces, tocarlo otras tantas, fundirse en su dulce aroma, mirarlo (mirarlo hasta gastarse los ojos), imaginar cosas inexpresables y no decirle nada. Ese supremo acto de mirarlo, ese religioso y rutinario acto de observarlo, se le antojaba prohibido, angustiante, desesperante...
Su voz profunda, su mirada almendrada, su piel morena (él estaba repleto de cosas que a ella le gustaban). Y los pensamientos la invadían y se le disparaban en mil direcciones... Entonces, cuando menos lo esperaba, él aparecía y ella solo le decía "hola".
[Estoy llena de palabras y no puedo, no me atrevo a decirte las palabras que me queman]
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