martes, 16 de febrero de 2010

Alicia en el País de las Maravillas

Capítulo VII
Una merienda de locos (fragmento)

-¿Pero es que no tienen ustedes manera mejor de emplear el tiempo -exclamó Alicia, malhumorada- que malgastarlo en acertijos sin solución?
-¡Ay, querida! Si conocieras al Tiempo tan bien como yo -le dijo el Sombrerero-, no hablarías de malgastar-lo sino de malgastar-le.
-No entiendo lo que quiere usted decir -dijo Alicia.
-¡Pues claro que no entiendes! -exclamó el Sombrerero, echando, displicente, la cabeza hacia atrás-. ¡No me extrañaría que no hubieras hablado ni una sola vez con don Tiempo!
-Puede que no... -le contestó Alicia, con cautela-. Pero le puedo asegurar a usted que en las lecciones de música marco el tiempo con palmadas.
- ¡Ah! ¡Eso lo explica todo! -exclamó el Sombrerero-. ¡Don Tiempo no tolera que le den palmadas! En cambio, si te llevaras bien con él, haría lo que tú le pidieras... Suponte, por ejemplo, que tu reloj marca las nueve, hora del comienzo de las clases en la escuela. Pues bien, no tendrías más que murmurar tus deseos al oído del Tiempo y éste haría que las agujas del reloj corrieran veloces, y en un abrir y cerrar de ojos, ¡la una y media, hora de comer!
- ¡Qué más quisiera! - dijo la Liebre Marcera, relamiéndose los labios de gusto.
- ¡Sería maravilloso! -exclamó Alicia; y después añadió-: lo malo es que no tendría apetito a esa hora, ¿no le parece?
- ¡Pues claro que lo tendrías! -le dijo el Sombrerero-. El reloj se detendría en esa hora y esperaría a que lo tuvieras.
- ¿Así es como se las arregla usted con el Tiempo?- le preguntó Alicia.
El Sombrerero, apesadumbrado, negó con la cabeza.
- ¡Ojalá lo fuera! -dijo-. Pero nos peleamos en el mes de marzo, justamente cuando ésa -y señaló con su cucharilla a la Liebre Marcera- se volvió loca... Fue durante el gran concierto ofrecido por la Reina de Corazones... (...)
- Y desde aquel día -continuó diciendo el Sombrerero con su triste voz-, el Tiempo no quiere saber nada conmigo y se ha detenido para siempre en las seis de la tarde.


Lewis Carrol

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