Entonces puso cara gravísima, y dijo: “Creo que usted ha dado demasiados besos”. “Bien –dije-, le di un beso a una niña, una amiguita mía.” “Piense de nuevo –dijo él- ¿está seguro de que fue uno solo?” Pensé de nuevo, y dije: “Quizás hayan sido once”. Entonces el médico dijo: “No debe darle más hasta que sus labios hayan descansado”. “Pero ¿qué haré? –le dije. Verá usted, le debo ciento ochenta y dos más”. Entonces puso una cara tan grave que las lágrimas le humedecieron las mejillas, y dijo: “Se los puede enviar en una caja”. Y recordé una caja que una vez compré en Dover, pensando que un día se la daría a una niña. Así que he empacado los besos con mucho cuidado. Cuéntame si han llegado sanos y salvos o si algunos se perdieron en el camino.
viernes, 8 de julio de 2011
De Lewis Carroll a Gertrude
Christ Church, Oxford, 28 de octubre de 1876
Sentirás pena, sorpresa y asombro al enterarte de la rara enfermedad que sufrí después de que te fuiste. Mandé llamar al médico y le pedí que me diera algún remedio, pues estaba cansado. Me dijo. “¡Pamplinas! Usted no necesita remedios. Métase en la cama”. Le dije: “No, no es la clase de fatiga que necesita reposo. Siento cansancio en la cara”. Puso cara levemente grave y dijo: “Ah, es la nariz. Tal vez haya metido las narices donde no debe”. Le dije: “No, no es la nariz. Tal vez sea el cabello”. Puso cara más grave y dijo: “Ahora entiendo, usted tiene los cabellos de punta”. “De ninguna manera –le dije-, y no es precisamente el cabello. Es más cerca de la nariz y la garganta”. Puso cara aún de más grave, y dijo: “¿Tendrá a alguien atravesado en la garganta?”. Le dije que no. “Bien –dijo él-, me intriga muchísimo. ¿No serán los labios?”. “¡Desde luego! –dije- ¡Exactamente!”
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