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... Con tal que las costumbres de un autor sean puras y castas -dice don Tomás de las Torres en el prefacio a sus Poemas amatorios-, importa muy poco que no sean igualmente severas sus obras. Presumimos que don Tomás ha de estar ahora en el purgatorio a causa de su afirmación. Sería bueno tenerlo allí, desde un punto de vista de justicia poética, hasta que sus Poemas amatorios se agoten o empiecen a acumular polvo en las bibliotecas por falta de lectores. Toda ficción debería tener una consecuencia moral; y lo que es más, los críticos han descubierto que no hay ficción que no la tenga. Hace ya tiempo, Felipe Melancthon escribió un comentario de la Batracomiomaquia, probando que lo que el poeta quería era volver odiosas las sediciones. Pierre La Seine, dando un paso adelante, mostró que la verdadera intención consistía en recomendar a los jóvenes la temperancia en la comida y la bebida. Jacobus Hugo, por su parte, quedó convencidísimo de que, en Euenis, Homero insinuaba la persona de Calvino; que Antinoo era Martín Lutero; los lotófagos, los protestantes en general, y las arpías, los holandeses. Nuestros escoliastas modernos son igualmente agudos. Estos señores demuestran la existencia de un sentido oculto en Los antediluvianos, de una parábola en Powhatan, de nueve ideas en Arrorró mi niño y del trascendentalismo en Pulgarcito. En resumen, se ha demostrado que ningún hombre de este mundo puede sentarse a escribir sin un profundísimo designio. Con esto, los autores se ahorran muchas preocupaciones. Un novelista, por ejemplo, no necesita preocuparse de las consecuencias morales, pues allí están -vale decir, están en alguna parte de su libro-, y tanto ellas como los críticos pueden arreglarse solos. Cuando llegue el momento oportuno, todo lo que dicho caballero se proponía y todo lo que no se proponía asomará a la luz, sea en el Dial o en el Down Easter, conjuntamente con aquello que debería haberse propuesto y aquello que claramente intentó proponerse; vale decir que todo se arreglará muy bien al final.
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... Con tal que las costumbres de un autor sean puras y castas -dice don Tomás de las Torres en el prefacio a sus Poemas amatorios-, importa muy poco que no sean igualmente severas sus obras. Presumimos que don Tomás ha de estar ahora en el purgatorio a causa de su afirmación. Sería bueno tenerlo allí, desde un punto de vista de justicia poética, hasta que sus Poemas amatorios se agoten o empiecen a acumular polvo en las bibliotecas por falta de lectores. Toda ficción debería tener una consecuencia moral; y lo que es más, los críticos han descubierto que no hay ficción que no la tenga. Hace ya tiempo, Felipe Melancthon escribió un comentario de la Batracomiomaquia, probando que lo que el poeta quería era volver odiosas las sediciones. Pierre La Seine, dando un paso adelante, mostró que la verdadera intención consistía en recomendar a los jóvenes la temperancia en la comida y la bebida. Jacobus Hugo, por su parte, quedó convencidísimo de que, en Euenis, Homero insinuaba la persona de Calvino; que Antinoo era Martín Lutero; los lotófagos, los protestantes en general, y las arpías, los holandeses. Nuestros escoliastas modernos son igualmente agudos. Estos señores demuestran la existencia de un sentido oculto en Los antediluvianos, de una parábola en Powhatan, de nueve ideas en Arrorró mi niño y del trascendentalismo en Pulgarcito. En resumen, se ha demostrado que ningún hombre de este mundo puede sentarse a escribir sin un profundísimo designio. Con esto, los autores se ahorran muchas preocupaciones. Un novelista, por ejemplo, no necesita preocuparse de las consecuencias morales, pues allí están -vale decir, están en alguna parte de su libro-, y tanto ellas como los críticos pueden arreglarse solos. Cuando llegue el momento oportuno, todo lo que dicho caballero se proponía y todo lo que no se proponía asomará a la luz, sea en el Dial o en el Down Easter, conjuntamente con aquello que debería haberse propuesto y aquello que claramente intentó proponerse; vale decir que todo se arreglará muy bien al final.
(Edgar Allan Poe, Never bet the Devil your head, 1841)
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