viernes, 1 de julio de 2011

Comida "a la carta"

(El joven que entra por primera vez en un "restaurant")
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... Aquel jovencito rubio del pelo rizado entró en el restaurant pisando tan fuerte, mirando al público con tanta insolencia y con un gesto despectivo tan marcado, que nada más verle pensé:
... -Este come hoy por primera vez fuera de su casa.
... Y como yo había encendido un cigarro y me aburría, me dediqué a observar a aquel joven.
... Pasaron diez minutos antes de que se resolviese a elegir mesa. Por fin, se sentó. Conservaba su aire autoritario y soberbio. Tosió fuerte sin tener ganas; miró la hora en su reloj, a pesar de que se hallaba enfrente de un ventanal por el que se veía un inmenso reloj de torre; contempló, levantando la ceja izquierda, a una dama, muy linda, que ocupaba la mesa finítima, y como le faltó valor para sostener la mirada de la dama, disimuló, pasando a inspeccionarse detenidamente las uñas.
... La dama sonrió un poco como la Gioconda, y lanzó hacia mí una mirada que quería decir:
... -¿Ha visto usted qué tipo tan gracioso?
... Y yo le devolví una mirada, que debía traducirse por:
... -Sí, señora. No le pierda usted de vista, que nos vamos a reír.
... El camarero se acercó al joven rubio y preguntó:
... -¿El señor?...
... El joven, al oírse llamar "señor" de un modo tan respetuoso, se arregló la corbata y tosió otra vez. Luego exclamó con voz que se oyó perfectamente en las cocinas:
... -¡Tráeme la carta!
... El camarero le llevó la "carta" vertiginosamente, pues su ojo experto había calado también al parroquiano, y detrás de aquel "pinito social" que hacía el joven adivinaba una propina espléndidamente desproporcionada.
... -Señor... Aquí tiene el señor.
... El joven estudió la carta como si fuera el manuscrito de un tratado internacional de paz. De vez en cuando y de reojo, miraba el efecto que su actitud había producido en la dama; después volvía al estudio concentrado.
... -No se está enterando de nada -me decía yo por dentro, con inefable regocijo.
... Efectivamente, al rato murmuró:
... -Pues tráeme...
... Y leyó la carta de cabo a rabo nuevamente.
... El camarero aguardaba con su carnet en la mano izquierda y su lápiz en la derecha.
... La voz del joven se hizo imperceptible, para pedir por fin:
... -Tráeme un par de huevos fritos y media ración de bistec con patatas.
... Y miró a su alrededor súbitamente ruborizado.
... -Va perdiendo el aplomo -pensé- porque, ante la ausencia de los precios en la lista, teme no llevar dinero bastante para pagar.
... La dama linda seguía espiando al joven, y en sus ojos leí que pensaba lo mismo que yo.
... A partir de aquel momento la posición del joven rubio fué ya violenta, azarosa y torturante. Sentía en su rostro el vaho cálido del ridículo y subía de un modo visible. Sus miradas eran cortas y rápidas; estuvo mucho tiempo con las pupilas clavadas en el centro de su mesa.
... -Le ha hipnotizado el salero -me dije.
... A continuación pareció rehacerse, desdobló la servilleta y se metió una de sus puntas entre la garganta y el cuello planchado, pero al ver que los demás comensales la tenían sobre las rodillas, dió un brusco tirón de la servilleta, la dejó caer en sus piernas y se puso a silbar un tango, examinando un palillo de dientes. Tanto tiempo estuvo examinándole, que pensé:
... -Le va a dar sobresaliente.
... Llegó el camarero. Fué sirviéndole.
... El joven cogió el panecillo con dos dedos de cada mano, dejando de punta, en el aire, los dedos meñiques. No pudo partir el panecillo. Volvió a lanzar miradas rápidas en torno suyo, se ruborizó tres tonos más, partió el pan con el cuchillo y se hizo una cortadura en el dedo pulgar de la mano diestra.
... Fingió que le picaba la mejilla para tener ocasión de subir el dedo hasta la boca y poder chupárselo. Logró cicatrizarse la cortadura.
... Entonces resolvió atacar los huevos fritos. Los reventó con un trocito de pan y se salpicó de yema la corbata. Afortunadamente la corbata era amarilla. Así es que después de comprobar que nadie se había dado cuenta de aquel percance, el joven siguió su faena. Partió los huevos fritos con el tenedor y se los comió en pedazos.
... -Se cree que es de mala educación mojar pan en ellos -volví a pensar.
... Efectivamente, cuando el camarero retiró el plato, completamente barnizado de yema, el joven lo vió marchar con melancolía.
... Apareció el bistec, en su posición eterna: es decir, la carne y las patatas, debajo, y arriba, limón.
... La lucha emprendida por el joven para trasladar las patatitas y la carne a su plato, sirviéndose del tenedor y la cuchara, cogidos con una sola mano, fué homérica. De las diecinueve patatitas que constituían la guarnición del bistec, tres cayeron en el plato, nueve en el mantel, una en la manga izquierda del joven, cinco debajo de la mesa y la última dentro de la copa de agua.
... El joven rubio capturó disimuladamente la del mantel, hizo que la de la manga se situase en el plato merced a un ademán rápido, se bebió la que yacía en la copa de agua y puso el pie encima de las que estaban en la alfombra.
... Sudaba de manera ostensible.
... Al partir la carne, como tropezó con esa desproporción habitual de los restaurants y que consiste en que el cuchillo es siempre más blando que la carne o la carne más dura que el cuchillo, sus sufrimientos fueron ya espantosos.
... En un esfuerzo supremo, tiró del bistec. Y lo envió a la mesa de al lado.
... Un caballero se puso de pie con el pedazo de carne en la mano, inquiriendo:
... -Caballeros, ¿a alguno de ustedes se le ha perdido esto?
... El silencio más absoluto siguió a sus honradas palabras. Agregó:
... -Puesto que su dueño no aparece, yo creo que debemos subastarlo.
... Pero la idea no llegó a echar raíces entre la concurrencia. Y el caballero se adjudicó el bistec por el artículo 29.
... El camarero se acercó al joven rubio, que estaba próximo a romper en llanto.
... -¿Postre?...
... -No. He comido demasiado -musitó-. ¿Qué le debo?
... Le ajustaron la cuenta, pagó, dió un duro de propina y se fué.
... Al pasar junto a la dama linda, ocultó el rostro, avergonzado.
... Y yo pensé finalmente:
... -Cuando entró dándose importancia y provocando el comentario burlón de esa mujer, él la miraba pensando que la estaba enamorando. Ahora que al verle inexperto, ella se dejaría enamorar fácilmente, él no se atreve ni a mirarla a los ojos. ¡Ah, experiencia!... ¿Para qué existes, si sólo llegas cuando la vida empieza a despachurrarnos por fuera y por dentro?...
... Y como siempre que, al acabar de comer, se siente uno filosófico, me fuí del restaurant sin acordarme de pagar el gasto hecho.
... Por eso, los filósofos son mirados en todas partes con prevención.

(Enrique Jardiel Poncela: El Libro del Convaleciente, 1945)

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