lunes, 22 de agosto de 2011

Segunda fábula de Adán

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... Por si no te lo contaron te lo cuento: cuando Adán bajó de la nave espacial, sabía que era el primer hombre que se salvaba del Gran Holocausto en el que se inmolaba su especie.
... Sabía también que pronto, en otra nave espacial, llegaría una mujer concebida y programada como él, en un laboratorio científico donde se combinaran genes perfectos, para iniciar en un remoto asteroide la vida que, en la Tierra, quedaría interrumpida por la ambición, el odio y la violencia desatados en un conflicto suicida. Sabía que esa mujer respondería al nombre de Eva y él mismo al de Adán, porque así lo habían decidido -¡simbólico capricho!- aquellos sabios que en misteriosas probetas y sin recurrir a la unión física de macho y hembra, lograran crearlos en la plenitud de la fuerza, la belleza y la inteligencia. Y en la absoluta esencia de amor.
... Adán ignoraba lo que era el amor.
... Al dar unos pasos comprobó que, contra todas las investigaciones, las deducciones y las presunciones, ya había vida a su alrededor. Pero no estaba en insectos, peces o animales, no estaba en microorganismos o células primitivas. Estaba en otra cosa a la que sólo podía llamar otra cosa porque su memoria no registraba datos para identificarla. ¿Cómo nombrar, por ejemplo, a voces insonoras, a colores invisibles, a roces que no se advertían con la piel, a texturas que no llegaban por medio del tacto? ¿Cómo definir a un árbol que cambiaba de lugar sin que sus raíces dejaran huellas en el suelo transparente, a un árbol que no tenía ramas sino haces luminosos, a un árbol cuyas hojas fosforescentes no eran vegetales? ¿Cómo describir la flor que salía volando como un pájaro, o al pájaro que de pronto se inmovilizaba en una corola deslumbrante?
... Adán se dio cuenta de que al respirar saciaba su hambre y su sed, de que el viento a su alrededor se convertía en la sensación térmica adecuada, equilibrio justo de calor y frío, de que aquello que parecía presentarse como un olor recubría presencias de formas y matices indescriptibles. Sus cinco sentidos le servían, pero no como lo habían hecho en la Tierra. Podía saborear con los ojos, ver con los oídos, saborear con las yemas de los dedos, tocar con el olfato, oír con la lengua. Trastornado, volvió a la nave espacial, seguro de que allí encontraría la respuesta sin duda encerrada en el cerebro electrónico de Sage, la computadora que además de orientarlo en el vuelo fuera construida para solucionar todos sus eventuales problemas. Cuando se encontró frente al teclado, no supo qué signos apretar para obtener en la pantalla la solución a sus dudas. Es que, en realidad, no sabía cómo formular las preguntas. O, mejor dicho, no sabía qué preguntar. Por un instante se dijo que la sabiduría encerrada y coordinada en el aparato le resultaría inútil, porque estaba organizada para las condiciones terrestres. Recurrió por fin a la última tecla, esa que se había hecho el propósito de no tocar nunca porque hacerlo era como reconocer su propia impotencia; la tecla que respondía a una pregunta terrible para el orgullo: "¿Qué hago?". Pero no tuvo más remedio, y con el tembloroso índice de la derecha rozó apenas la superficie marfilina. Cerró los ojos para intentar descubrir la respuesta antes de leerla en la pantalla. No pudo y tuvo que rendirse. Al entreabrir los párpados vio titilar una sencillísima
palabra: "amor". ¿Amor? No sabía lo que era eso. Rápidamente compuso en otras teclas una nueva pregunta: "¿Dónde está el amor?". La sorprendente contestación fue: "En todas partes". Adán, que empezaba a sentir el alma dentro del cuerpo y el cuerpo envolviendo al alma en una unidad inefable, interrogó una vez más: "¿Cómo descubro al amor?". Y Sage le devolvió otras dos palabras, otras dos simples palabras, brillantes como promesas en la pantalla plateada: "Escribe poesía".
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... Moraleja: Solamente el amor te permite comprender al mundo más acá y más allá de los cinco sentidos. Solamente a través de la poesía se llega al amor. En la Tierra y en cualquier lugar del Universo. Esto tendrán que reconocerlo hasta las computadoras.


(Eduardo Gudiño Kieffer e Hilda Torres Varela: Historia y cuentos el alfabeto, 1987)

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