-¿Me enseñarás a bailar el tango?- dijo en castellano pero con un acento extraño que Rosendo no pudo identificar. Ni tano, ni franchute, más bien ruso.
-¿Así, sin música?- dudó él.
-¡Oh, eso!- ella hizo un amplio ademán con la derecha y de inmediato todas las frondas de la plaza empezaron a modular "El choclo"
Rosendo la tomó en sus brazos, la capa los envolvió a ambos, más sombra entre las sombras. Ella se amoldó al cuerpo masculino, se adhirió a él voluptuosamente. Ni un tropiezo, ni una vacilación. Era una bailarina consumada.
- ¿Quién sos?- preguntó Rosendo.
- No lo preguntes. Baila, baila, no pienses, espera...
No tuvo que esperar mucho; ella giró el rostro con violencia para mordisquear levemente la boca masculina, luego la abrió con su propia lengua húmeda, tibia, salada. Con un movimiento imprevisto apartó la chalina blanca y puso sus labios en el cuello de Rosendo. Dos colmillos agudísimos y lacerantes se clavaron allí. Rosendo no pudo contenerse, el orgasmo llegó sin que él mismo lo deseara. Tan pronto. Tan indiscreto. Tan vergonzoso.
-Ay, acabé...- atinó a murmurar, abochornado.
-¿Acabaste? Pues sí: Acabas de empezar a ser un vampiro... Con mi beso brujo te he regalado una nocturna vida eterna.
Eduardo Gudiño Kieffer
en "10 Fantasmas de Buenos Aires"
(1998)
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