viernes, 11 de diciembre de 2009

Besos brujos (fragmento)

Al llegar, el reloj de la Torre de los Ingleses desgranaba doce campanadas. Rosendo se apoyó en el tronco de un árbol, los ojos puestos en la entrada del entonces Hotel Plaza. Y no tuvo que esperar demasiado: la mujer imaginada salió a los pocos instantes, envuelta en una alada capa de terciopelo negro forrada de seda roja. Y, como si también ella supiera de la cita nunca concertada, cruzó la calle y fue directamente hacia la enorme acacia en cuyo tronco se apoyaba el compadrito.
-¿Me enseñarás a bailar el tango?- dijo en castellano pero con un acento extraño que Rosendo no pudo identificar. Ni tano, ni franchute, más bien ruso.
-¿Así, sin música?- dudó él.
-¡Oh, eso!- ella hizo un amplio ademán con la derecha y de inmediato todas las frondas de la plaza empezaron a modular "El choclo"
Rosendo la tomó en sus brazos, la capa los envolvió a ambos, más sombra entre las sombras. Ella se amoldó al cuerpo masculino, se adhirió a él voluptuosamente. Ni un tropiezo, ni una vacilación. Era una bailarina consumada.
- ¿Quién sos?- preguntó Rosendo.
- No lo preguntes. Baila, baila, no pienses, espera...
No tuvo que esperar mucho; ella giró el rostro con violencia para mordisquear levemente la boca masculina, luego la abrió con su propia lengua húmeda, tibia, salada. Con un movimiento imprevisto apartó la chalina blanca y puso sus labios en el cuello de Rosendo. Dos colmillos agudísimos y lacerantes se clavaron allí. Rosendo no pudo contenerse, el orgasmo llegó sin que él mismo lo deseara. Tan pronto. Tan indiscreto. Tan vergonzoso.
-Ay, acabé...- atinó a murmurar, abochornado.
-¿Acabaste? Pues sí: Acabas de empezar a ser un vampiro... Con mi beso brujo te he regalado una nocturna vida eterna.



Eduardo Gudiño Kieffer
en "10 Fantasmas de Buenos Aires"
(1998)

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