martes, 15 de noviembre de 2011

El falso autoestop (fragmento)

Sentía siempre vergüenza anticipada solo de pensar que iba a darle vergüenza. Con frecuencia deseaba poder sentirse libre dentro de su cuerpo, despreocupada y sin angustias, como lo hacía la mayoría de las mujeres a su alrededor. Hasta había llegado a inventarse un sistema especial de convencimiento pedagógico: se decía que cada persona recibía al nacer uno de los millones de cuerpos que estaban preparados, como si le adjudicasen una de los millones de habitaciones de un inmenso hotel; que aquel cuerpo era, por tanto, casual e impersonal; que era una cosa prestada y hecha en serie. Lo repetía una y otra vez, en distintas versiones, pero nunca era capaz de sentir de ese modo. Aquel dualismo del cuerpo y el alma le era ajeno. Ella misma era excesivamente su propio cuerpo, y por eso siempre lo sentía con angustia.
Con esa misma angustia se había aproximado también al joven a quien había conocido hacía un año y con el que era feliz quizá precisamente porque nunca separaba su cuerpo de su alma y con él podía vivir por entero. En aquella indivisión residía su felicidad, solo que tras la felicidad siempre se agazapaba la sospecha, y la chica estaba llena de sospechas. Con frecuencia pensaba que las otras mujeres (las que no se angustiaban) eran más seductoras y atractivas, y que el joven, que no ocultaba que conocía bien a aquel tipo de mujeres, se le iría alguna vez con alguna de ellas. (Es cierto que el joven afirmaba que ya estaba harto de ese tipo de mujeres para el resto de su vida, pero la chica sabía que él era mucho más joven de lo que pensaba). Ella quería que fuese suyo por completo y ser ella por completo de él, pero con frecuencia le parecía que cuanto más trataba de dárselo todo, más le negaba algo: lo que da precisamente el amor carente de profundidad y superficial, lo que da el flirt. Sufría por no saber ser, además de seria, ligera.

Milan Kundera, en El libro de los amores ridículos.

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