Y no solo los yuyos, que ella conocía con otros nombres pero que eran los mismos. No solo los yuyos sino todos los elementos de la Naturaleza. Porque la Naturaleza, que al principio le pareció tan alejada de la ciudad, también estaba en la ciudad. Estaba en el viento que silbaba entre las antenas de televisión en vez de silbar entre los árboles; estaba en la lluvia que mojaba el asfalto en lugar de mojar la tierra; estaba en el cielo por el que atravesaban las mismas nubes, en el que se podían descifrar las mismas señas, en el que se podían leer las mismas estrellas. Había rincones especiales en los cementerio, en algunas plazas, en ciertas calles aparentemente vulgares pero cargadas de vibraciones y magnetismo; había hojas que caían y que llevaban un mensaje cifrado; había lágrimas que se podían juntar en botellas, orines que se podían juntar en botellas, sangre que se podían juntar en botellas; había gatos y ya se sabe que los gatos son gatos de cualquier parte; había piedras que hablaban en algunas iglesias antiguas. ¿Fue Fleurety quien le enseño todo eso? Quizá. Pero también fueron los desengañados, los desilusionados, los defraudados; los que tenían miedo de todo; los que dudaban, los que celaban, los que deseaban, los melancólicos, los desesperados, los enfermos de amor y los enfermos de odio, todos los que llegaban al conventillo, todos los que pedían una respuesta y dejaban algo más que un poco de dinero, dejaban una especie de rastro invisible que ella después olfateaba y que la conducía en extraños itinerarios por todos los rincones de la ciudad.
Y aprendió así las invocaciones, los ademanes, el ritmo que la fuerza interior exigía.
Y aprendió así las invocaciones, los ademanes, el ritmo que la fuerza interior exigía.
Eduardo Gudiño Kieffer.
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