miércoles, 30 de noviembre de 2011

La estatua de sal (fragmento)

Entonces un ansia espantosa le quemó las carnes. Su lengua habló, dirigiéndose a la espectral resucitada:
-Mujer, respóndeme una sola palabra.
-Habla... pregunta...
-¿Responderás?
-Sí, habla; ¡me has salvado!
Los ojos del anacoreta brillaron, como si en ellos se concentrase el resplandor, que incendiaba las montañas.
-Mujer, dime qué viste cuando tu rostro se volvió para mirar.
Una voz anudada de angustia, le respondió:
-Oh, no... Por Elohim, ¡no quieras saberlo!
-¡Dime qué viste!
-No... no... ¡Sería el abismo!
-Yo quiero el abismo.
-Es la muerte...
-¡Dime qué viste!
-¡No puedo... no quiero!
-Yo te he salvado.
-No... no...
El sol acababa de ponerse.
-¡Habla!
La mujer se aproximó. Su voz parecía cubierta de polvo; se apagaba, se crepusculizaba, agonizando.
-¡Por las cenizas de tus padres!...
-¡Habla!
Entonces aquel espectro aproximó su boca al oído del cenobita, y dijo una palabra. Y Sosistrato, fulminado, anonadado, sin arrojar un grito, cayó muerto. Roguemos a Dios por su alma.

En Las fuerzas extrañas,  Leopoldo Lugones.

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