Lo más gracioso (o lo único gracioso, porque lo demás resultaba melancólico en su degradación) era que entre ellos se acusaban principalmente de borrachos: "¡Indio mamau! ¡Indio mamau!", repetían como maniáticos. Y Miltín, ebrio al extremo: "¡Indios mamaus! ¡Indios mamaus!". Se habían encarnizado con uno sobre todo, tan borracho como el resto, que al parecer había proferido un juicio agraviante sobre el seleccionado de la tribu; porque la discusión original había sido sobre jockey. El desenlace vino rápido e inesperado, y a los tres blancos les resultó escalofriante como un mal sueño. Un cuchillo agregó sus brillos a los de tanto músculo engrasado, y el filo abrió un ancho tajo en la garganta del disidente. Al parecer, la ejecución se había realizado con la autorización del cacique, que vociferaba tambaleándose. Clarke había quedado paralizado por la sorpresa. No así los indios, que en una exasperación de violencia inútil repitieron el tajo (incluida la forma) en el vientre del muerto, que lo tenía redondo e invitante, y metieron las manos y empezaron a tirar de los intestinos, entre gritos que pasaban de la furia a la diversión. El inglés saltó como accionado por una palanca. Lo dominaba una urgencia irresistible de reivindicar lo humano. Quiso gritar algo fulminante, pero todo lo que le salió, por contagio, fue "¡Indios mamaus! ¡Indios mamaus!". Carlos y Gauna trataron de retenerlo, sin éxito; él también había bebido sus vasos, y el alcohol lo hacía temerario. Se abrió paso hasta el cadáver, aullando toda clase de improperios contra los asesinos y los profanadores, les arrancó como pudo los resbalosos chinchulines y se los metió torpemente al muerto, por la herida: como veía doble, algunas puntas las metió por el tajo de la garganta. Por suerte, los indios creyeron que era una broma más, de otro modo es posible que lo hubieran acuchillado ahí nomás. Miltín levantó el vaso sobre el alboroto y pidió un brindis, pero el inglés, encendido como un loco, se lo hizo volar de un manotón.
César Aira.
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