martes, 8 de septiembre de 2009

Una historia sin nombre

Muchas historias ya conocidas empiezan desde el final. Podría decirse que esta también, porque ahora voy a contar cómo termina: el personaje principal de este relato se va a morir.
La historia de este hombre que no tiene nombre empieza una tarde de verano…

Hacía mucho calor ese día de enero. En una ciudad sin nombre, en un barrio desconocido, en una casa con dirección inexistente, se encontraba un hombre de unos aproximados, difícilmente de asegurar, años, sentado en su sillón sin color alguno.
Este hombre no tiene nombre. Y se sentía mal por eso. Así que decidió que esa misma tarde saldría de viaje. No sabía a dónde.
Se subió a su camioneta y, sin mapa, se aventuró a manejar hacia el infinito por una ruta, que tampoco sabemos cuál era. Ni siquiera sabemos en qué país se encontraba.
Hacia el horizonte, ya en la ruta, podía ver cómo el calor que generaba el asfalto creaba una falsa impresión de algo que no podía describir.
Sabemos sí que escuchaba Bach. Lo único que tiene sentido en esta historia es la música. Bach le provocaba una sensación de oscuridad dentro de él. Rara, intrigante, atractiva, en escala menor, por supuesto.
Bueno; la cosa es que manejó durante varias horas, no sabemos cuántas, hasta que llegó a un pueblito que creyó fantasma. Pero no. Este pueblito se llamaba “Pueblo Chiquito”. Estacionó la camioneta en la única estación de servicio y se dispuso a llenar su tanque con nafta. Sintió hambre. Cuando terminó de cargar el tanque, entró en una cafetería (llamada “Pequeña Cafetería”) donde pidió para comer una diminuta medialuna y un pocillo de café.
Observó a su alrededor: estaba medio lleno (por lo tanto medio vacío) de gente. Gente que podríamos decir bastante común y bastante callada. Como las que aparecen en muchas pésimas películas norteamericanas cuando un personaje importante entra en una cafetería en un pueblo peligroso. Más o menos así, pueden hacerse una idea, supongo.
La mesera, una señorita muy alta, retiró de la mesa de nuestro hombre sin nombre la tacita y el platito. El hombre, entonces, le preguntó dónde podía encontrar un hotel o algo donde pasar la noche. La señorita, muy simpática, le informó que a dos cuadras había uno. También le dijo que lo distinguiría fácilmente, era el único en su pueblo. Y tenía razón. El pueblo tenía cinco cuadras, así que no le costó para nada encontrar ese hotel con tres habitaciones, donde sólo una estaba ocupada.
Nuestro hombre se registró en “Hotelito” y, como ya anochecía, se decidió por alojarse y dormir.
Había un televisor diminutísimo frente a la cama, con tan sólo tres canales. No vio nada interesante. Se acostó.
Estaba atravesando por ese momento en el que uno está casi dormido pero no completamente, así que todavía le quedaba algo de vigilia todavía cuando alguien tocó la puerta de su habitación chiquitita. Un poco asustado, más bien intrigado, preguntó quién era.
-Soy la única que no habita en Pueblo Chiquito y me alojo en la habitación número uno.
Nuestro hombre entreabrió la puerta y preguntó
-¿Qué quiere?
-Sólo charlar con alguien, ya charlé con todas las personas de este pueblo. Como se dará cuenta, no son muchas…
-No sé, no suelo hablar con desconocidos, dijo nuestro hombre.
-Bueno, como quiera. Pero creí que le interesaría salir de aquí y conocer otros lugares…
-Creyó bien.
Este es el momento de la historia en que el hombre descubre que es una mujer preciosa la que está del otro lado de la puerta. Por eso (y porque también quería conocer otros lugares, no se crean), guardó las pocas cosas que traía consigo y llevó a la señorita, por el momento desconocida, hasta la camioneta y se dispusieron a continuar viajando.
La mujer antes desconocida (porque ahora sabemos que se llama Sofía, tiene 27 años y es de una ciudad bastante alejada), le contó a nuestro hombre que vivía en una ciudad muy grande y que desde hacía un mes deambulaba por ahí tratando de encontrar algún lugar donde no fuera una persona completamente anónima. Había llegado a Pueblo Chiquito hacía dos semanas. Se sintió cómoda allí, por eso se quedó. Pero una vez que conoció todo entero aquél pueblito, se sintió tan aburrida que decidió esperar a alguien que llegara de algún otro lado. Y justo apareció nuestro hombre. Por eso aprovechó para salir con él de ese lugar.
-Y, ¿me vas a decir tu nombre? Preguntó Sofía.
-Te lo diría, pero no lo sé.
-¿Cómo no vas a saber tu nombre?
-Es que soy de una ciudad sin nombre. Nadie tiene nombre allí. Por eso salí a buscar un nombre; espero encontrarlo en algún lado, durante mi viaje.
-Ah. Que interesante.
-Sí.

Ahora en la radio escuchaban a Ravel. Esa música les dio una sensación de tranquilidad y confianza.

Manejaron por horas y horas, hasta que divisaron un cartel muy iluminado que les daba la bienvenida a “Ciudad de las luces”, pero no como Las Vegas, no se confundan. Esta, por lo que vieron desde lejos, era, claro, más chica (no tanto como “Pueblo Chiquito”) y no tan iluminada.

Podría continuar la historia. Pero prefiero dejarla en suspenso por ahora. Pronto continuará.

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